Heráclito.
Hemos recorrido un largo tramo del saber
y sin embargo, llegados a este punto, nos encontramos inmersos en una confusión
desoladora. El conocimiento ha sido desplazado por la información, en aras de la
velocidad y la eficiencia. La propia
idea de tiempo ha sufrido un violento cambio, como si se hubiese desligado del
espacio ubicándose en el vacío. Me pregunto si estamos asistiendo al nacimiento
de un nuevo paradigma epistemológico, del que aún no hemos tomado conciencia, y
necesitamos una revisión de las coordenadas que rigen nuestra comprensión del
mundo.
Suponemos que en el
fondo siempre hay una solución a nuestros problemas, una respuesta a las
incógnitas, en suma: una verdad, la cosa en sí kantiana que permanece vedada a
nuestro intelecto. Pero todo esto, sospecho, no es más que una construcción del
lenguaje, “sub-poner”, poner debajo en apoyo a lo que no se sostiene, que
equivale a suponer que todos estos signos puedan tener algún sentido. La
información nos construye un mundo aparente, hasta el punto en que la
información en sí ha pasado a ser este mundo aparente. Los medios de comunicación moldean la realidad
que intuye nuestro cerebro; es la fábrica del pensar, la producción de ideas
que necesita el sistema. La fuerza de trabajo que se precisa ya no es manual
sino intelectual, el sistema requiere productividad y eficiencia y cada
individuo conectado lo provee de la energía necesaria. Todos conectados a la
red, el flujo de producción no se detiene y nadie descansa. Una nueva forma de
esclavitud que el capitalismo ha hallado para revitalizarse.
Los límites entre
el espacio público y el privado se difuminan, el espíritu de la época así
lo requiere; la conciencia de la totalidad no permite claroscuros, exige
transparencia. El único espacio inalienable debe ser el del arte, pero un arte
liberado del yugo al que lo ha sometido el imperio de la cosmética; un arte que
recupere su verdadero valor. Pero claro, si este sistema cae tendremos que
llevar a cabo una revisión profunda de nuestras creencias. Muchas mentiras que
hemos defendido firmemente van a evidenciarse, mostrando nuestra cara más
ridícula. Una nueva era podría estar a punto de comenzar: la del Gran
Desengaño.
La forma de hacer
política también deberá cambiar. Las decisiones que han de tomarse no tienen
parangón con ninguna otra que hayamos tomado antes y deben ser consensuadas,
nadie puede quedarse al margen ni nadie puede ser silenciado. Ningún grupo de
poder debe monopolizar este cambio ni se puede afrontar esta situación con las
medidas acostumbradas, porque nos enfrentamos a una crisis de dimensiones
insólitas.
Hemos depositado toda nuestra fe en la palabra y,
quizá, haya llegado el momento de proclamar que la palabra ha muerto. Tras la
destrucción del universo simbólico, cualquier revolución será imaginaria.