Aquel 31 de diciembre se hizo
interminable. No es que fuera un día largo, es que nunca terminó. Como cualquier
fin de año, se hicieron los preparativos propios que marcaba la tradición: la
reunión familiar en torno a la mesa, la cena, las uvas y las pantallas
encendidas esperando a las doce campanadas. Las personas encargadas de
retransmitir el evento acababan de anunciar los cuartos cuando el reloj se
detuvo. Primero fue el estupor, ¿cómo podía haber fallado?, nada, un error de
la organización. Después vino el pánico, no se había parado uno, se habían
parado todos los relojes. La gente consultaba la hora sin dar crédito: los
relojes se habían detenido en las doce de la noche. Por las redes comenzaron a
circular distintas hipótesis, desde las más suspicaces, que lo achacaban a un
ciberataque, a otras, más desesperadas, que atribuían el hecho a la llegada del
apocalipsis. Hubo gente que decidió no darle importancia y siguió con la
celebración, a la espera de que el problema fuera subsanado. El gobierno
convocó un gabinete de urgencia, reuniendo a sus equipos de asesores
científicos. ¿Qué estaba pasando? El parón afectaba al planeta entero. Sin
embargo, a pesar de lo insólito del suceso, no parecía apreciarse nada extraño;
las cosas seguían marchando normalmente, excepto
los relojes, que se habían paralizado. Se comprobaron los relojes atómicos, que
eran los más precisos, y la sorpresa fue mayúscula, también se habían detenido.
Entonces comenzaron las conjeturas, los relojes funcionaban, es decir, no se
había producido un fallo en los mecanismos, por tanto, no se estaba enfocando
el problema correctamente: no eran los relojes los que se habían parado, sino
el tiempo. De esta manera, se hizo necesario revisar algo que, hasta ese
momento, nos había parecido lo más natural, pero que afectaba al fundamento
último de nuestras creencias: ¿qué es el tiempo? En este punto del debate hubo
que acudir a la ayuda de la Filosofía que, de algún modo, podía complementar
las explicaciones de la Física, lo cual no agradó especialmente a la comunidad
científica. A alguien se le ocurrió decir que si el tiempo se había parado,
también, por fuerza, tenía que haberlo hecho el espacio, pues ambas
dimensiones, y en esto coincidían tanto la Física como la Filosofía, eran
indisociables. Aquí tuvieron que acudir al auxilio de la Astronomía, cuyos especialistas
no pudieron pronunciarse, aduciendo que los datos que llegaban de los
observatorios internacionales estaban congelados en aquel fatídico instante. La
conclusión a la que se llegó fue unánime: había que esperar a ver qué pasaba.
Pasar pasó todo, menos
el tiempo. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a vivir en el instante, las
personas continuaron con sus vidas y el presente se convirtió en un estado
perpetuo.
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